Continuamos editando el artículo de san Alberto Hurtado... "Ya conoces el plan de Dios sobre la creación: todos los seres, cada ser en particular tiene su misión propia. La misión del hombre no le es impuesta, sino que ha sido entregada a su libertad. ¡Privilegio sublime que constituye la grandeza inconmensurable del hombre!
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A tu elección se ofrecen varios caminos. Terminas tus estudios: ante ti se abre la universidad con sus múltiples carreras; el ejército y la marina; el campo, la industria, el comercio, un empleo, un sitio de obrero; la literatura y el arte. Se abren ante ti igualmente perspectivas más amplias que las carreras mismas, lo que podríamos llamar estados de vida: la vida religiosa, el sacerdocio, el matrimonio. Dentro de estas maneras de vida hay enfoques especiales que te atraerán particularmente: la política, la acción social, la contemplación artística, la vida de oración. Sentirás quizás una fuerte atracción por la vida social. Los deportes, quizás un deporte en especial, te atraen irresistiblemente. Todas estas solicitaciones estarán frente a ti, y otras mil más, al iniciar tu vida en forma más personal e independiente.
¿A cuál de estos caminos te ha llamado Dios? No ha dejado a tu capricho que seas lo que quieras. Tú tienes vocación de algo, ¿para qué? ¿Cuál va a ser el fin de tu vida? Para el sacerdocio, como para la marina, para el deporte, para la música, para la sociología, para la política, hay una verdadera vocación. ¿Cómo conocer la tuya?
¿Qué criterio me permitirá discernir el llamamiento de Dios? ¿El atractivo que en mí ejercen, el agrado, quizás la felicidad que me ofrecen? Esos criterios tan incompletos no pueden ser la norma para ser racional; y menos para un cristiano.
La primera norma de elección
El primer principio que nos puede orientar en nuestra elección es indiscutiblemente éste: Dios me llama a aquel estado o modo de vida en el que mejor puedo servirle y en el que mejor puedo salvarme. Dios ha creado al hombre para conocerlo, amarlo, glorificarlo, y mediante esto salvar su alma. Esta es la doctrina de San Ignacio de Loyola en lo que el llama el “principio y fundamento” de toda buena elección.
Medicina, ingeniería, sacerdocio, matrimonio, milicia, política, riqueza y pobreza… todo no es en el fondo mi fin, sino un puro medio para conseguir mi fin. Ante la luz y la fuerza de ese principio he de mirar tranquilamente en qué forma me ayudan o me estorban cada una de las carreras o caminos de vida que me solicitan. Notemos bien, y con harta insistencia, que no se trata de elegir un buen camino cualquiera, sino el mejor para mí. Y acentúo estas dos palabras: “para mí”. No para un ser abstracto, sino bien en concreto para mí, con todo mi equipo de inteligencia, afectividad, simpatía, cualidades y defectos, influencias e inclinaciones; con todas las posibilidades que la vida me ofrece a mí; en el momento concreto que vivo ante las necesidades del mundo, de la iglesia, del país, de mi localidad y de mi familia. Es un yo bien real quien se plantea el problema. Es un cristiano que mira el problema a la luz del Padre Dios, con los ojos, el criterio y el corazón de Cristo. Y este tú quiere escoger un camino, no un camino cualquiera que sea simplemente bueno, sino el mejor para él.
Muchos jóvenes al mirar esto, al verlo con claridad, retroceden espantados de las consecuencias a que la lógica cristiana llevaría a muchos de ellos. No tengas miedo, tú joven amigo, a afrontar el problema en toda su realidad a la luz de Dios, de tu alma, de la eternidad, de los grandes valores, los únicos que pueden inspirar las grandes resoluciones.
¿A cuál de estos caminos te ha llamado Dios? No ha dejado a tu capricho que seas lo que quieras. Tú tienes vocación de algo, ¿para qué? ¿Cuál va a ser el fin de tu vida? Para el sacerdocio, como para la marina, para el deporte, para la música, para la sociología, para la política, hay una verdadera vocación. ¿Cómo conocer la tuya?
¿Qué criterio me permitirá discernir el llamamiento de Dios? ¿El atractivo que en mí ejercen, el agrado, quizás la felicidad que me ofrecen? Esos criterios tan incompletos no pueden ser la norma para ser racional; y menos para un cristiano.
La primera norma de elección
El primer principio que nos puede orientar en nuestra elección es indiscutiblemente éste: Dios me llama a aquel estado o modo de vida en el que mejor puedo servirle y en el que mejor puedo salvarme. Dios ha creado al hombre para conocerlo, amarlo, glorificarlo, y mediante esto salvar su alma. Esta es la doctrina de San Ignacio de Loyola en lo que el llama el “principio y fundamento” de toda buena elección.
Medicina, ingeniería, sacerdocio, matrimonio, milicia, política, riqueza y pobreza… todo no es en el fondo mi fin, sino un puro medio para conseguir mi fin. Ante la luz y la fuerza de ese principio he de mirar tranquilamente en qué forma me ayudan o me estorban cada una de las carreras o caminos de vida que me solicitan. Notemos bien, y con harta insistencia, que no se trata de elegir un buen camino cualquiera, sino el mejor para mí. Y acentúo estas dos palabras: “para mí”. No para un ser abstracto, sino bien en concreto para mí, con todo mi equipo de inteligencia, afectividad, simpatía, cualidades y defectos, influencias e inclinaciones; con todas las posibilidades que la vida me ofrece a mí; en el momento concreto que vivo ante las necesidades del mundo, de la iglesia, del país, de mi localidad y de mi familia. Es un yo bien real quien se plantea el problema. Es un cristiano que mira el problema a la luz del Padre Dios, con los ojos, el criterio y el corazón de Cristo. Y este tú quiere escoger un camino, no un camino cualquiera que sea simplemente bueno, sino el mejor para él.
Muchos jóvenes al mirar esto, al verlo con claridad, retroceden espantados de las consecuencias a que la lógica cristiana llevaría a muchos de ellos. No tengas miedo, tú joven amigo, a afrontar el problema en toda su realidad a la luz de Dios, de tu alma, de la eternidad, de los grandes valores, los únicos que pueden inspirar las grandes resoluciones.
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