"Alegre en tu juventud, tu
conversión a Dios no te robó la alegría, y cuando observaste en tus lecturas
que unos pensamientos te dejaban triste y otros alegre, escogiste la alegría
como criterio para adivinar donde andaba el buen camino. Como ha escrito alguien,
tu fuiste “el santo que eligió la alegría”.
Al principio de tu conversión,
cuenta Ribadeneira, que fuiste muy tentado de la risa y que venciste ese exceso
natural a “puras disciplinas”, extraño método que debió conseguir sólo medianos
resultados, pues muchos años después, un extraño personaje, que nadie sabe de
dónde pudor lograr información sobre ti, te describía como “un pequeño
españolito, un poco cojo, que tiene los ojos alegres”.
No sólo eras alegre, sino que
repartías alegría a los demás, y cuando tropezabas con alguno de tus hijos
tentado de tristeza “le mostrabas tanta alegría en la mirada que parecía que
querías meterlo dentro del alma".
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