06 diciembre 2009

Fiesta de la Inmaculada (1)

Sucedió de un modo inesperado.

Ahora la noche está serena y su silencio lo inunda todo, invitándome a proclamar a voz en grito un canto de alabanza y bendición, de acción de gracias y de alegría. Un canto entonado desde lo más profundo de mi corazón de Madre recién estrenado.

Estaba ocupada en el quehacer cotidiano y de pronto sucedió. La Presencia de Dios lo llenó todo de luz y de gracia. Lo hizo como solo él sabe hacer: careciendo de medida, desbordando sin proporción mi vida, pequeña y pobre, pero confiada y segura como criatura en su regazo. Y estoy segura que también irrumpirá así en tu propia vida.

No temas, deja que suceda. Háblale de corazón mientras El pronuncie su Palabra sobre ti, como hizo en mí.

Dios habla al corazón y cuando lo hace no puedes dudar por la paz y la alegría que deja. Es cierto que al principio desconcierta como cuando se dirigió a mí: “Alégrate, llena de gracia”, se me dijo, “El Señor está contigo”.

Estas palabras fueron como aquella brisa que sobrecogió a Elías ante la cueva y como el fuego de la zarza que asombró inesperadamente a Moisés.

¿Cómo era posible que Dios Omnipotente se fijara en una pobre aldeana, anunciándome que su designio era que concibiera y diera luz al Hijo del Altísimo, bendito sea su Nombre, al que debía llamar Jesús, cuyo reino no tendría fin?

Era algo inconcebible, imposible para mí: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” Pero se me dijo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios”.

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