3. Un corazón humano que quiere ser amado. La piedad clásica del Sagrado Corazón de Jesús invita a una oración de reparación ante los ultrajes que sufre un Corazón que tanto ha amado a la humanidad y que no recibe más que desprecios e indiferencia, un Corazón triste por la ingratitud del mundo. Este lenguaje quejumbroso y sentimentalista puede hoy chocar nuestra sensibilidad moderna, pero nos da luces para entender mejor la verdadera humanidad de Jesús y tomar conciencia de una dimensión que nos resulta sorprendente: Jesús, al igual que nosotros, necesita cariño. El fue hombre como nosotros somos hombres, en todo lo que esto significa, también en sus sentimientos, en sus penas y alegrías, en sus necesidades de afecto. El hecho de ser también Dios no le resta nada a su verdadera humanidad. Le gusta que lo quieran, tal como nos ocurre a todos nosotros, y le duele el rechazo. Esto es simplemente un corolario de la Encarnación. Recordemos el grito de San Francisco de Asís recorriendo Umbría: “¡El amor no es amado!”.
Causa de profundos sufrimientos para Cristo durante su vida terrena fue la incomprensión de muchos, la violencia de sus enemigos, y el rechazo de su propio pueblo a su oferta de gozo y salvación en el Reino de Dios. Llegó a llorar sobre Jerusalén al sentir este rechazo (Lc 13,34-35). Un corazón que experimenta estas tristezas queda maltrecho y herido, requiere del afecto y la amistad de los amigos verdaderos.
Jesús eligió discípulos para la misión del Reino porque no quería estar solo, porque le gustaba tener amigos (nos lo dice Mc 3,14: “los eligió para que estuvieran con él”), porque su Corazón los necesitaba. Sufre la humana soledad y tristeza cuando ellos no confían en él, lo abandonan o dejan de seguirlo. Esperaba de ellos fidelidad y apoyo en sus momentos difíciles. La noche de la Última Cena les pide con cierta nostalgia: “permaneced en mi amor” (Jn 15,9).
La humanidad de Jesús deseosa de ser querida no es anulada por la resurrección, pues a orillas del lago de Tiberíades el Resucitado le reclama a Pedro su amor: “Simón, ¿me amas?” (Jn 21,15). El Amor pide ser amado, incluso en su actual estado glorioso.
Pero también notamos otro aspecto al mirar este Corazón que desea nuestro amor: Jesús no sólo quiere ser amado, y se entristece cuando es olvidado, sino también se alegra enormemente con el amor que le podemos dar, desde nuestra pequeñez y pobreza. No hay duda que también su Corazón está muy lleno de alegría, ya desde antes de su resurrección (Jn 15,11). El vencedor gozoso sobre la muerte ahora también se alegra intensamente con nuestro corazón ofrecido con generosidad.
No sería fiel a la realidad del Corazón de Jesús quedarnos sólo con su tristeza por el amor rechazado. ¡El es ante todo un Corazón feliz! Feliz con sus hijos e hijas, feliz de que estemos con él, feliz cuando ve nuestras luchas honestas por ser más fieles y mejores apóstoles. Feliz con la sonrisa de los niños y el amor de una mamá. Está contento cuando a los pobres (muchas veces nosotros mismos) se les anuncian Buenas Nuevas. El se goza con nosotros y le gusta querernos, nos alienta en los esfuerzos pastorales y se alegra con nuestros logros (que en realidad son de él)
Causa de profundos sufrimientos para Cristo durante su vida terrena fue la incomprensión de muchos, la violencia de sus enemigos, y el rechazo de su propio pueblo a su oferta de gozo y salvación en el Reino de Dios. Llegó a llorar sobre Jerusalén al sentir este rechazo (Lc 13,34-35). Un corazón que experimenta estas tristezas queda maltrecho y herido, requiere del afecto y la amistad de los amigos verdaderos.
Jesús eligió discípulos para la misión del Reino porque no quería estar solo, porque le gustaba tener amigos (nos lo dice Mc 3,14: “los eligió para que estuvieran con él”), porque su Corazón los necesitaba. Sufre la humana soledad y tristeza cuando ellos no confían en él, lo abandonan o dejan de seguirlo. Esperaba de ellos fidelidad y apoyo en sus momentos difíciles. La noche de la Última Cena les pide con cierta nostalgia: “permaneced en mi amor” (Jn 15,9).
La humanidad de Jesús deseosa de ser querida no es anulada por la resurrección, pues a orillas del lago de Tiberíades el Resucitado le reclama a Pedro su amor: “Simón, ¿me amas?” (Jn 21,15). El Amor pide ser amado, incluso en su actual estado glorioso.
Pero también notamos otro aspecto al mirar este Corazón que desea nuestro amor: Jesús no sólo quiere ser amado, y se entristece cuando es olvidado, sino también se alegra enormemente con el amor que le podemos dar, desde nuestra pequeñez y pobreza. No hay duda que también su Corazón está muy lleno de alegría, ya desde antes de su resurrección (Jn 15,11). El vencedor gozoso sobre la muerte ahora también se alegra intensamente con nuestro corazón ofrecido con generosidad.
No sería fiel a la realidad del Corazón de Jesús quedarnos sólo con su tristeza por el amor rechazado. ¡El es ante todo un Corazón feliz! Feliz con sus hijos e hijas, feliz de que estemos con él, feliz cuando ve nuestras luchas honestas por ser más fieles y mejores apóstoles. Feliz con la sonrisa de los niños y el amor de una mamá. Está contento cuando a los pobres (muchas veces nosotros mismos) se les anuncian Buenas Nuevas. El se goza con nosotros y le gusta querernos, nos alienta en los esfuerzos pastorales y se alegra con nuestros logros (que en realidad son de él)
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