27 abril 2009

Historia del Peregrino (5)

Tal vez no acabemos de hacernos cargo de la importancia de este compromiso. Ignacio acababa de fundar una orden religiosa. Tras mil quinientos años de experiencia, la Iglesia había aprendido a organizarse. Él no podía empezar de cero: conocía las dificultades que tuvo San Francisco. Las instituciones no son lo mismo que las personas: Ignacio y sus primeros compañeros podían vivir al día, como “las aves del cielo, que no siembran ni siegan, ni acumulan en graneros” (Mt 26), pero ahora era diferente: se trataba de consolidar una institución que necesitaba de medios para llevar a cabo sus proyectos.

Las rentas para las casas e iglesias de la Compañía parecían necesarias para partir de una base económica firme, y poder así concentrar las mejores energías al servicio de los demás. ¿Quién dudaría hoy de disponer de un capital social para asegurar la estabilidad económica de cualquier institución?

Cuatro años más tarde, Ignacio tendrá que enfrentarse de nuevo con este riesgo, para ver si debe plasmarlo o no en las Constituciones, la legislación definitiva de la Orden. Este es precisamente el tema que ocupa el primer cuaderno de su Diario Espiritual, los cuarenta días que van desde 2 de febrero al 12 de marzo de 1544: su preocupación consiste en si no estará imponiendo a la Compañía una carga demasiado difícil de soportar. Y por ello pide ávidamente una confirmación de Dios. Esa avidez es la que le traicionará: exige a Dios que le dé la seguridad de que la Compañía debe vivir en la inseguridad.

Durante cuarenta días asistimos a las sutilidades del discernimiento espiritual de un hombre que sólo busca hacer la voluntad de Dios. El 5 de marzo escribe: “Estando en una oración muy suave y tranquila, me parecía que era conducido hacia la santísima Trinidad, pero luego me pareció que también era llevado hacia otro lugar, como si fuera hacia el Padre, de modo que sentía como si Dios quisiera comunicarse conmigo en diversas partes. Era tan fuerte este sentir, que empecé a decir: Señor, ¿a dónde me queréis llevar?, y así estuve durante un largo rato preguntándoselo insistentemente, pareciéndome que era guiado por El. Creció entonces tanto el fervor, que empecé a derramar lágrimas. Al terminar la oración seguía llorando de fervor, y me ofrecía a Dios para que me siguiese guiando y llevando como lo estaba haciendo. Y me preguntaba a mí mismo que a dónde me llevaría” (Diario Espiritual, 113).

Este texto nos desvela la intensidad de la vida espiritual de San Ignacio: él sigue en constante búsqueda, y a la vez, se siente conducido. De aquí que al final de su vida continuara considerándose un peregrino. En la exterioridad, Ignacio ha plantado su proyecto en Roma, el eje del mundo cristiano, pero ha traspasado su peregrinaje interior a la vida de la Compañía, fundándola en “la dinámica de lo provisional”.

Aquí empieza a emerger el Ignacio mistagogo: dispone que todos los candidatos deberán pasar por las mismas pruebas que él vivió durante veinte años: mes de Ejercicios, mes de hospitales, mes de peregrinación, mes de servicios humildes. De este modo cada jesuita tendrá grabado en su interior el itinerario de la periferia. Cada uno de los miembros de la nueva “matriz eclesial” habrá padecido el descentramiento de sí mismo, y conocerá por experiencia la otra visión del mundo: aquella que se contempla desde abajo.

Por esto Ignacio en una de sus cartas recomendará a los estudiantes de Padua la amistad con los pobres (7 de agosto de 1547): para participar de su mirada del mundo y contagiarse de su veracidad. Ignacio ha pasado muchas horas junto a ellos, conoce el murmullo de los arrabales, y en muchas ocasiones habrá quedado sorprendido por la agudeza de sus comentarios, por la libertad de sus apreciaciones, por la generosidad de aquellos que, acostumbrados a no tener nada, fácilmente comparten con todos cuando tienen algo.

Porque conoce por experiencia los beneficios de estar despojado de todo, constantemente exhortará a la Compañía a aquel amar la pobreza como madre, hasta el punto de instituir un voto especial para los profesos: “Todos los que profesen en esta Compañía prometan que no alterarán para nada lo que respecta a la pobreza en las Constituciones, como no fuera para radicalizarla más, según les pueda inspirar el Señor” (Constituciones, 553).

San Ignacio tenía otra forma entrañable de expresar lo mismo. Cuentan sus íntimos colaboradores que cuando hablaba de la Compañía se refería a ella como “la mínima Compañía”: brotaba constantemente de sí su deseo de ocupar el último lugar, ese lugar misterioso, inalcanzable, que constantemente le descentraba de sí y que le disponía a dejarse guiar.

No hay comentarios :

Publicar un comentario