Fue en la mañana del pasado viernes 21 de abril. Era mediodía. Me dirigía, a través de la calle Serrano, hacia la sede de la revista ECCLESIA, sita en la calle Alfonso XI, detrás del Retiro y de la Puerta de Alcalá, en Madrid. Me encontraba interiormente turbado.
Tenía intención de hacer una breve visita a las reliquias de San Francisco Javier, presentes en la Iglesia de los Jesuitas, en su parroquia de San Francisco de Borja. Mi fe no se basa en las reliquias, pero tampoco entiendo el porqué "ningunearlas" o rechazarlas. Y además siempre me conmueve y me interpela como la fe sencilla del pueblo ama y gusta de estas devociones. Y es que por algo será, pienso.
Tenía intención de hacer una breve visita a las reliquias de San Francisco Javier, presentes en la Iglesia de los Jesuitas, en su parroquia de San Francisco de Borja. Mi fe no se basa en las reliquias, pero tampoco entiendo el porqué "ningunearlas" o rechazarlas. Y además siempre me conmueve y me interpela como la fe sencilla del pueblo ama y gusta de estas devociones. Y es que por algo será, pienso.
Aparqué el coche como buenamente pude. Me dije "en cinco minutos vuelvo". Entré en el templo y veneré con amor y con respeto las reliquias del santo. Observé como los fieles entregaban algún objeto personal para que fuera pasado por el relicario: un rosario, una estampa, un reloj, un pañuelo, la cartera, una foto...
Yo hice pasar la cruz que llevo en el pecho desde hace treinta años y la medalla que recuerda mi ordenación sacerdotal. Ambos objetos están, además, cargados para mí de hondo e íntimo significado. Me vinculan con lo que representa y enraíza con mi familia, donde se encuentran buena parte de las raíces más vigorosas de mi fe. Ahora están también transidos de Javier y de su llama ardiente de divino impaciente.
Quise permanecer un rato en oración. Vi además que varios jesuitas estaban disponibles en los confesonarios. Pero me sentí preocupado e inquieto por la "suerte" de mi coche. Salí y justo en aquel momento otro coche abandonaba un estacionamiento en zona azul, al lado mismo de la Iglesia. Entendí que la ayuda de la gracia y de la Providencia venía en socorro de mi necesidad. Aparqué el coche en el hueco dejado en zona azul, saqué un ticket de media hora y, ya con mayor paz, regresé al templo.
Me confesé, estuve un rato en oración serena y volví a venerar la reliquia de San Francisco Javier. Al marcharme fijé mis ojos en el relicario. Me costaba despedirme de aquella imagen, que ya veneré en el Castillo de Javier, durante la segunda Javierada, y que ya conocía de mis años en Roma y de mis muchas visitas a la Iglesia del "Gesu".
Después recorrí el claustro de la Iglesia. Visité la tumba de San José María Rubio, el apóstol de los pobres. Recordé su canonización en Madrid el 3 de mayo de 2003 en la última visita apostólica a España del Papa Juan Pablo II, de la que fui el responsable de Comunicación. Y experimenté entonces una nueva muestra de los privilegios y gracias con que Dios reviste nuestras vidas -en este caso, la mía-, que une a nuestras biografías con personas y con hechos de tanta trascendencia. Entré en la capilla del Santísimo de la parroquia de "San Francisco de Borja". Estaban concluyendo la Misa de las 12 horas. Más de un centenar de personas participaban en ella.
Pasadas las 12:30 horas regresé a mi vehículo y continué mi recorrido. La gracia de Dios -a través del sacramento de la Reconciliación, a través de la intercesión de San Francisco Javier, a través de la plegaria, a través de la presencia numerosa y devota de los fieles- empezaba a llenar de paz mi turbado y contrariado ánimo de aquella mañana de primavera.
Los sacerdotes, en su ministerio de confesores, tras la acusación de los pecados de parte del penitente, y antes de impartir la absolución sacramental, previa la imposición de la satisfacción o penitencia, dirigen al fiel -al confensado- unas palabras al hilo de su confesión y en el contexto litúrgico, espiritual o pastoral más oportuno.
El padre jesuita con el que me confesé -no lo conocía, recuerdo todavía su nombre puesto sobre el confesionario, pero es de pura lógica el que lo omita- me dirigió unas breves, hermosas e interpeladoras palabras. Me invitó a olvidarme de mí mismo como Francisco Javier se olvidó de sí mismo -de sus estudios, de su futuro y de su brillantez- para dedicarse al servicio apasionado y ardiente de los demás.
El sacerdocio ministerial -me recordó el padre jesuita confesor- nos llama a olvidarnos de nosotros mismos y entregarnos con total dedicación y amor a la misión encomendada. Y me recomendó que invocara la mediación del santo sacerdote navarro y la intercesión siempre poderosa de Santa María, la madre sacerdotal.
Y, claro, vino automáticamente a mi memoria y a mi corazón aquella escena de París, no por repetida menos emblemática, cuando Ignacio conminaba a Francisco Javier a no pretender ganar el mundo perdiendo la propia alma. Y como, con el paso de los años, él, nuestro querido Francisco Javier, ganó el alma y el mundo en el olvido de sí mismo, en la entrega de sus dones y talentos al servicio de la Compañía y del testimonio ardiente y apasionado de Jesucristo, allende los mares y las tierras.
Publicado en http://www.revistaecclesia.com/
Yo hice pasar la cruz que llevo en el pecho desde hace treinta años y la medalla que recuerda mi ordenación sacerdotal. Ambos objetos están, además, cargados para mí de hondo e íntimo significado. Me vinculan con lo que representa y enraíza con mi familia, donde se encuentran buena parte de las raíces más vigorosas de mi fe. Ahora están también transidos de Javier y de su llama ardiente de divino impaciente.
Quise permanecer un rato en oración. Vi además que varios jesuitas estaban disponibles en los confesonarios. Pero me sentí preocupado e inquieto por la "suerte" de mi coche. Salí y justo en aquel momento otro coche abandonaba un estacionamiento en zona azul, al lado mismo de la Iglesia. Entendí que la ayuda de la gracia y de la Providencia venía en socorro de mi necesidad. Aparqué el coche en el hueco dejado en zona azul, saqué un ticket de media hora y, ya con mayor paz, regresé al templo.
Me confesé, estuve un rato en oración serena y volví a venerar la reliquia de San Francisco Javier. Al marcharme fijé mis ojos en el relicario. Me costaba despedirme de aquella imagen, que ya veneré en el Castillo de Javier, durante la segunda Javierada, y que ya conocía de mis años en Roma y de mis muchas visitas a la Iglesia del "Gesu".
Después recorrí el claustro de la Iglesia. Visité la tumba de San José María Rubio, el apóstol de los pobres. Recordé su canonización en Madrid el 3 de mayo de 2003 en la última visita apostólica a España del Papa Juan Pablo II, de la que fui el responsable de Comunicación. Y experimenté entonces una nueva muestra de los privilegios y gracias con que Dios reviste nuestras vidas -en este caso, la mía-, que une a nuestras biografías con personas y con hechos de tanta trascendencia. Entré en la capilla del Santísimo de la parroquia de "San Francisco de Borja". Estaban concluyendo la Misa de las 12 horas. Más de un centenar de personas participaban en ella.
Pasadas las 12:30 horas regresé a mi vehículo y continué mi recorrido. La gracia de Dios -a través del sacramento de la Reconciliación, a través de la intercesión de San Francisco Javier, a través de la plegaria, a través de la presencia numerosa y devota de los fieles- empezaba a llenar de paz mi turbado y contrariado ánimo de aquella mañana de primavera.
Los sacerdotes, en su ministerio de confesores, tras la acusación de los pecados de parte del penitente, y antes de impartir la absolución sacramental, previa la imposición de la satisfacción o penitencia, dirigen al fiel -al confensado- unas palabras al hilo de su confesión y en el contexto litúrgico, espiritual o pastoral más oportuno.
El padre jesuita con el que me confesé -no lo conocía, recuerdo todavía su nombre puesto sobre el confesionario, pero es de pura lógica el que lo omita- me dirigió unas breves, hermosas e interpeladoras palabras. Me invitó a olvidarme de mí mismo como Francisco Javier se olvidó de sí mismo -de sus estudios, de su futuro y de su brillantez- para dedicarse al servicio apasionado y ardiente de los demás.
El sacerdocio ministerial -me recordó el padre jesuita confesor- nos llama a olvidarnos de nosotros mismos y entregarnos con total dedicación y amor a la misión encomendada. Y me recomendó que invocara la mediación del santo sacerdote navarro y la intercesión siempre poderosa de Santa María, la madre sacerdotal.
Y, claro, vino automáticamente a mi memoria y a mi corazón aquella escena de París, no por repetida menos emblemática, cuando Ignacio conminaba a Francisco Javier a no pretender ganar el mundo perdiendo la propia alma. Y como, con el paso de los años, él, nuestro querido Francisco Javier, ganó el alma y el mundo en el olvido de sí mismo, en la entrega de sus dones y talentos al servicio de la Compañía y del testimonio ardiente y apasionado de Jesucristo, allende los mares y las tierras.
Publicado en http://www.revistaecclesia.com/
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