Te contemplamos entrar entre aclamaciones y el griterío exultante de una multitud que te rodea.
Sabías que tu hora estaba próxima, la hora de pasar de este mundo al Padre y tu entrada en la ciudad santa nos recuerda tu entrada definitiva en la gloria del Padre. Sabías que tu hora estaba próxima, te lo oímos decir cuando decidiste subir a Jerusalén y nosotros nos fuimos tras de ti. Te vimos encaminarte decido, resuelto, confiado hacia la ciudad que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados.
Sabías que te la tenían jurada, que estabas amenazado de muerte y aquello no te paró. Sabías que nadie te podía quitar la vida porque tú ya la habías entregado. La fuiste perdiendo en los últimos puestos mezclado con los últimos: pusiste en pie a los paralizados, extendiste los brazos atrofiados, abriste los ojos cegados y los oídos ensordecidos, sacaste de tumbas hacia tiempo selladas...
Hoy, las puertas de la ciudad santa se abren a tu paso como un día se abrirán para nosotros las puertas de la nueva Jerusalén cuando nos llames definitivamente y ya nada impedirá que nos entreguemos confiados. Estamos en camino, como tú lo estás hoy. Pero tú no eres un peregrino más. Tú eres el camino. Un camino que no elegimos, sino para el que somos elegidos.
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