Ignacio de Loyola lo reconoce nada más empezar su Autobiografía: la manera de concebir su vida se caracteriza, hasta la edad de los veintiséis años, por la búsqueda del prestigio y el reconocimiento social. Tiene avidez de ello y lo pretende con voracidad, tejiendo toda una trama de ilusiones y engaños que encuentra en el poder de sus fantasías el mejor aliado.
El prestigio en cuanto reputación supone reconocimiento social de la persona, algo nada desdeñable en el contexto en el que vive Ignacio al ser la clave que sostiene el sistema de valores del momento. El prestigio, como código de conducta que es, determina un modo de proceder del que se desprende una valoración de honorabilidad. Ignacio reconoce haber sido un hombre dado a las vanidades del mundo, es decir, haber vivido conforme a un modo de proceder que le otorgaba ese reconocimiento y que le hacía considerarse a sí mismo y ser tenido por los demás como una persona de éxito. Por ello, la obtención y acrecentamiento del prestigio se traduce en búsqueda de reconocimiento social, que le llevará a la soberbia y la autosuficiencia.
En Manresa empezó a comprender lo absurda que había sido su vida hasta entonces, pues se había pasado el tiempo atiborrándose de todo aquello que le pudiera proporcionar la sensación de estar lleno de todo, y en realidad había acabado empachado de nada. Entonces se ruborizó de vergüenza al recordar cómo se había abalanzado con tanta avidez y voracidad sobre todo aquello que pudiera devorar, insaciable y descontrolado como un niño caprichoso que no para hasta conseguir lo que quiere. Y cuando esto le sucedía no atendía a razones, ya que, incapaz de poner límites, perdía incluso el sentido del respeto debido a las personas y a sí mismo.
Por primera vez Ignacio de Loyola intuyó que podía haber otra forma de relacionarse con todo lo que le rodeaba. Hasta ahora simplemente había utilizado a las personas y a las cosas a su antojo. De ello no le quedaba la menor duda, y menos aún cuando recordaba sucesos como los acaecidos en el asedio francés de la ciudadela de Pamplona. Aquello no fue más que una puesta en escena de sus fantasías en las que se veía a sí mismo envalentonando a los soldados para entrar en combate, y a él a la cabeza, lanzando gritos y espantando al ejército enemigo.
Entonces se vio a sí mismo utilizando a todo y a todos para satisfacer sus fantasías de seductor irresistible, con tal de conseguir lo que realmente quería, y descubrió que el corazón del hombre no sólo desea ser saciado sino que más profundamente anhela poseer aquello que lo sacie, para apropiarse de ello, situándose así en la dinámica de la avidez y de la voracidad.
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