Es evidente que todo lo que vivimos nos afecta de distintas maneras: hay situaciones que “nos resbalan” quedando en lo epidérmico de cada uno sin llegar a tocar niveles hondos donde nos reconocemos afectados y conmovidos. Situaciones, en definitiva, que no son determinantes porque no dejan huella, no nos marcan ni dejan rastro en nosotros, tan solo algunas sensaciones. Pero también hay situaciones que “tocan el corazón” y tienen la capacidad de afectarnos hasta el punto de despertar algo nuevo. Son experiencias que tocan el fondo de la persona, son fundantes, marcando un antes y un después.
Las experiencia de "encuentro" son una de ellas en la medida que ponemos en juego nuestra capacidad de dejarnos afectar por el otro. Es entonces cuando algo en nosotros se intensifica, cobra fuerza, se moviliza y dado que el deseo es el soporte afectivo de toda experiencia humana podemos reconocer que es justamente ahí, en el deseo, donde se produce esa intensificación. Este deseo intensificado siempre busca mayor vinculación e identificación con aquel que nos ha afectado -“más contigo” y “más como tú”- desplegando un nuevo horizonte y apasionando más el corazón. Se trata, en definitiva, de una fuerza, un impulso que orienta toda la existencia en otra dirección. Llegará un momento en que el deseo se hará proyecto que comprometa la libertad en una decisión.
Las narraciones bíblicas dejan constancia de esta experiencia que sobreviene desde fuera de la persona y que no ha sido provocada o pretendida por ella: es la centralidad de la iniciativa de Dios que irrumpe. De un modo inesperado y sorprendente se hace presente y el hombre se reconoce alcanzado por algo, mejor dicho, por Alguien que impacta de un modo desmedido y desmesurado. A partir de ese momento, todo se desencadena.
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