La irrupción del don hace que nos sintamos amenazados porque su aparición en el horizonte de nuestras vidas desarma el ego y éste se defiende. Lo que hasta ese momento había sido vivido como claro, cierto, como lo único posible, ya no nos aparece así. Las seguridades adquiridas, las certezas conquistadas, lo que hasta ese momento ha sido lo lógico, razonable y deseable empieza a resquebrajarse.
Y surgen reacciones. Están los que dicen “ahora no puedo” y se llenan de justificaciones que lo expliquen. Motivos aparentes, cargados de razones que la persona se acaba creyendo. Les oyes decir que no pueden e intuyes que, en realidad, están diciendo “no quiero”. ¿Miedo ante algo que les resulta amenazante? Es bastante probable. Les costará mucho reconocerlo y, mientras tanto, desplazarán el problema echando balones fuera con razones que justifiquen su actitud. Algo así lo encontramos en el joven rico (Mc 10,17-22) o en los que ponen excusas (Lc.9,57-62).
Están también los que van tomando algunas decisiones, y esto les transmite la sensación de que ya están respondiendo a la invitación que se les hace. En realidad, es un mecanismo de defensa que les evita enfrentarse con la decisión de responder a las claras: “que vuestro sí, sea sí y vuestro no, sea no” (Mt. 5,37)
Siempre están los que logran reconocer la invitación al seguimiento de Jesús, sin más. Son los que dejan de conjugar verbos tan extraños al Evangelio como agarrar, aferrarse, acumular, apropiarse. Poco a poco van aprendiendo otra gramática en donde se conjugan verbos tan paradójicos como perder, vender, desprenderse, desapropiarse. En definitiva, soltar y abandonarse.
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