Quien contemple el retrato que Tiziano pintara de la emperatriz después de muerta, podrá hacerse una idea de la belleza de Isabel. Yo recibí el encargo de escoltar sus despojos, con un cortejo de clérigos y nobles, hasta Granada, otra ciudad de imperial predilección que debía ser su tumba.
Cabalgaba, pero mis ojos ya no podían verla como en otros tiempos. Topaban inevitablemente con el féretro que sobre la carroza funeraria contenía su cuerpo. Cuando llegamos al punto de destino, se destapó el ataúd de
Dicen que exclamé: “No serviré nunca más a señor que se me pueda morir”. La verdad es que al abrir la caja para que se atestiguase por mí y por otros la identidad de Isabel, el hedor se hizo insoportable y el estado de su rostro era peor que lastimoso. Allí no había sino podredumbre envuelta por las ropas imperiales. No sé lo que dije entonces, lo ignoro. Sé de mi dolor, de mi sorpresa, de los sentimientos que me aprisionaron al contrastar tanta belleza, ya pasada, con aquella podredumbre tan evidente y agresiva.
¿Conversión? La conversión del duque de Gandía circuló como un episodio de aquel trance. La insistencia del mito me ha obligado a meditar sobre él. Aquello no fue para mí el camino de Damasco; fue una cosa menos soberana, porque la gracia que alcanzó a Pablo está reservada a muy pocos.
Fue, eso sí, como un rocío doloroso que avivó muchos gérmenes hacía tiempo larvados. No me llevó al sacerdocio, esta idea comenzaría después. Aquello me hizo reflexionar sobre el sentido de la vida y escuchar la llamada de Dios. Pero ese sentido y esa llamada, no son solo cosas de curas y frailes. Son de todos y para todos, soldados, legistas, nobles, mercaderes y labradores.
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