Apenas conseguido por todos el grado de Maestro en Artes en octubre del 1536, en noviembre partimos para Venecia, a pie y en la fuerza del invierno. Ocupamos el tiempo de la espera de la nave peregrina en servir en los hospitales de incurables y desahuciados, enseñar a los niños y predicar públicamente, que era el género de vida a la que Dios nos llamaba para siempre. Algunos de los nuestros fueron a Roma por pedir la bendición al Papa y la venia de ordenarse sacerdotes los que aún no lo eran, cosa que les concedió Paulo III. Así fueron hechos sacerdotes Ignacio, Javier, Bobadilla, Rodríguez y Codure (sólo faltó Salmerón, por falta de edad).
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No hubo en aquel año de 1537, por primera vez en 38 años, travesía para peregrinos, por causa de guerras que se esperaban entre Venecia y los turcos. Aguardamos al año siguiente, y ya fue imposible la ida, porque estalló la guerra que se anunciaba antes.
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Por aquel tiempo nos llamaban a los del grupo “maestros de París” o “clérigos reformados”, o “iñiguistas”, hasta que decidimos responder a los que nos preguntasen quiénes éramos, y es de mucho momento el recordarlo para saber nuestra intención y deseos, “de la Compañía de Jesús”, dado que no teníamos cabeza ninguna entre nosotros, ni propósito alguno, sino Jesucristo a quien sólo deseábamos servir.
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Fuimos, pues, al Papa, que era entonces Paulo III, para ofrecernos a su voluntad, según nuestro voto, y él empezó, de seguido, a dispersarnos con distintos ministerios y encargos en servicio y bien de la Iglesia.
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Por no deshacer el grupo al ir, cada uno por su cuenta, a la misión que le confiase su Santidad, un grupo que Jesús mismo había congregado y unido en su nombre, siendo nosotros de tan diversos y débiles, ¿convendría consolidarlo en un cuerpo con el cuidado y comunicación de los unos y los otros, de tal manera que nada, aun dispersos, nos pudiera separar? ¿Sería bueno y voluntad de Dios y mayor el provecho de las ánimas el hacer una compañía que durase y donde otros se admitiesen para seguir el mismo camino, en ayuda de los prójimos, deseando imitar el modo de los Apóstoles en el seguimiento de Jesús? ¿Sería necesario elegir una cabeza o prepósito, a quien deberíamos por voto, obediencia, que fuese el vínculo de la unidad de todos y del buen gobierno de la tal congregación, y tuviese autoridad vicaria de su Santidad para lo que toca de enviar en misión?
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Así lo decidimos, de consuno y no por pluralidad de votos, después de largas deliberaciones y oración y muchos signos de consolación del Santo Espíritu.
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Confirmado todo por el Santo Padre, que vio en ello el dedo de Dios, y aprobó también una como cifra o fórmula de nuestro modo de vida a la apostólica, en la Bula Regimini Militantis Ecclesiae, el día 27 de septiembre de 1540, por la que fue fundada la Compañía de Jesús, para la mayor gloria de Dios y servicio de la Iglesia. A cumplirlo nos ayude Nuestro Señor. Acabo sin poder acabar, pues tanto amor tengo a nuestra Compañía, que no me cansaría de hablar de lo que hizo el Señor por su conservación y aumento. Y así es que mi mayor descanso en tanto viaje y tratos a los que me lleva la obediencia, pensar y dar gracias por las personas de la Compañía, que en tan diversas naciones dan gloria a Nuestro Señor
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No hubo en aquel año de 1537, por primera vez en 38 años, travesía para peregrinos, por causa de guerras que se esperaban entre Venecia y los turcos. Aguardamos al año siguiente, y ya fue imposible la ida, porque estalló la guerra que se anunciaba antes.
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Por aquel tiempo nos llamaban a los del grupo “maestros de París” o “clérigos reformados”, o “iñiguistas”, hasta que decidimos responder a los que nos preguntasen quiénes éramos, y es de mucho momento el recordarlo para saber nuestra intención y deseos, “de la Compañía de Jesús”, dado que no teníamos cabeza ninguna entre nosotros, ni propósito alguno, sino Jesucristo a quien sólo deseábamos servir.
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Fuimos, pues, al Papa, que era entonces Paulo III, para ofrecernos a su voluntad, según nuestro voto, y él empezó, de seguido, a dispersarnos con distintos ministerios y encargos en servicio y bien de la Iglesia.
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Por no deshacer el grupo al ir, cada uno por su cuenta, a la misión que le confiase su Santidad, un grupo que Jesús mismo había congregado y unido en su nombre, siendo nosotros de tan diversos y débiles, ¿convendría consolidarlo en un cuerpo con el cuidado y comunicación de los unos y los otros, de tal manera que nada, aun dispersos, nos pudiera separar? ¿Sería bueno y voluntad de Dios y mayor el provecho de las ánimas el hacer una compañía que durase y donde otros se admitiesen para seguir el mismo camino, en ayuda de los prójimos, deseando imitar el modo de los Apóstoles en el seguimiento de Jesús? ¿Sería necesario elegir una cabeza o prepósito, a quien deberíamos por voto, obediencia, que fuese el vínculo de la unidad de todos y del buen gobierno de la tal congregación, y tuviese autoridad vicaria de su Santidad para lo que toca de enviar en misión?
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Así lo decidimos, de consuno y no por pluralidad de votos, después de largas deliberaciones y oración y muchos signos de consolación del Santo Espíritu.
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Confirmado todo por el Santo Padre, que vio en ello el dedo de Dios, y aprobó también una como cifra o fórmula de nuestro modo de vida a la apostólica, en la Bula Regimini Militantis Ecclesiae, el día 27 de septiembre de 1540, por la que fue fundada la Compañía de Jesús, para la mayor gloria de Dios y servicio de la Iglesia. A cumplirlo nos ayude Nuestro Señor. Acabo sin poder acabar, pues tanto amor tengo a nuestra Compañía, que no me cansaría de hablar de lo que hizo el Señor por su conservación y aumento. Y así es que mi mayor descanso en tanto viaje y tratos a los que me lleva la obediencia, pensar y dar gracias por las personas de la Compañía, que en tan diversas naciones dan gloria a Nuestro Señor
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