En esta primera etapa tras su conversión, su deseo de abajamiento le lleva a extremos bien originales: no le basta con ir sin dinero, sino que busca la simplificación máxima de las relaciones humanas, aquella que se produce desde el último lugar, aunque sea a costa del desprecio y que le aboque a situaciones comprometidas.
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En una ocasión, mientras atravesaba un territorio ocupado por las tropas francesas, fue detenido por sospechoso de espionaje. Y el anciano Ignacio nos explica: “Tenía por costumbre de tratar de vos a cualquier persona que fuese, porque pensaba que así lo habían hecho Jesús y sus discípulos. Yendo detenido, pensó que tal vez sería bueno dejar aquella costumbre en aquel trance, y tratar de «señoría» al capitán que le iba a interrogar, temiendo que le torturaran. Pero cayó en la cuenta de que era una tentación, y se dijo a sí mismo: no le trataré de «señoría», ni le haré ninguna reverencia, ni me quitaré la capucha” (Autobiografía, 52).
El resultado fue que el capitán lo tomó por loco y se lo sacudió de encima. Dos años después, en Alcalá, “empezó a mendigar y a vivir de limosnas. Y cuando ya llevaba viviendo de esta manera diez o doce días, un clérigo, y otros que estaban con él, viéndole pedir limosna, se empezaron a reír de él y a insultarle, como se suele hacer a éstos que, estando sanos, mendigan” (Ib., 56).
A estos años le corresponden también detenciones y temporadas en la cárcel por sospechoso de iluminismo y perturbador de la juventud. En Alcalá estuvo encerrado durante cuarenta y dos días, y en Salamanca, veintidós. Sólo quien haya estado en una cárcel puede saber lo que marca una experiencia de este tipo. Ya no estamos en la base de la pirámide, sino en sus catacumbas.
El peregrino que pensaba ir a Tierra Santa y quedarse allí para siempre, fue descubriendo poco a poco que su peregrinación era más profunda, y que Dios no le dejaba detenerse en ningún lugar, porque su término era Él mismo. De este modo fue conducido e interiorizando el paisaje desolado de la periferia: la mendicidad, el hambre, la incertidumbre de encontrar cobijo cada noche, asaltos en los caminos, abusos en los albergues, tempestades en el mar que por dos veces le amenazaron de muerte, epidemias de peste, territorios ocupados, burlas, insultos, prisión,...
Ignacio ya no podía descender más. Fue pasando por cada uno de los ritos iniciáticos de la marginación, y todo ello se fue grabando en su ser, haciéndose carne de su propia carne, sangre de su propia sangre.
Pero a lo largo de todo este recorrido, Ignacio fue experimentando que cuanto mayor era el despojo (tanto sociológico como interior, es decir, la renuncia a su propia voluntad), mayor era también la experiencia de la presencia de Dios: al ser expulsado de Tierra Santa, al ser apaleado en Barcelona, en la soledad de sus largas caminatas, encarcelado, interrogado, burlado, es cuando más siente la cercanía de Jesús.
De este modo, Ignacio era iniciado en el misterio de la voluntad de Dios: “En este tiempo le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole” (Autobiografía, 27).
El resultado fue que el capitán lo tomó por loco y se lo sacudió de encima. Dos años después, en Alcalá, “empezó a mendigar y a vivir de limosnas. Y cuando ya llevaba viviendo de esta manera diez o doce días, un clérigo, y otros que estaban con él, viéndole pedir limosna, se empezaron a reír de él y a insultarle, como se suele hacer a éstos que, estando sanos, mendigan” (Ib., 56).
A estos años le corresponden también detenciones y temporadas en la cárcel por sospechoso de iluminismo y perturbador de la juventud. En Alcalá estuvo encerrado durante cuarenta y dos días, y en Salamanca, veintidós. Sólo quien haya estado en una cárcel puede saber lo que marca una experiencia de este tipo. Ya no estamos en la base de la pirámide, sino en sus catacumbas.
El peregrino que pensaba ir a Tierra Santa y quedarse allí para siempre, fue descubriendo poco a poco que su peregrinación era más profunda, y que Dios no le dejaba detenerse en ningún lugar, porque su término era Él mismo. De este modo fue conducido e interiorizando el paisaje desolado de la periferia: la mendicidad, el hambre, la incertidumbre de encontrar cobijo cada noche, asaltos en los caminos, abusos en los albergues, tempestades en el mar que por dos veces le amenazaron de muerte, epidemias de peste, territorios ocupados, burlas, insultos, prisión,...
Ignacio ya no podía descender más. Fue pasando por cada uno de los ritos iniciáticos de la marginación, y todo ello se fue grabando en su ser, haciéndose carne de su propia carne, sangre de su propia sangre.
Pero a lo largo de todo este recorrido, Ignacio fue experimentando que cuanto mayor era el despojo (tanto sociológico como interior, es decir, la renuncia a su propia voluntad), mayor era también la experiencia de la presencia de Dios: al ser expulsado de Tierra Santa, al ser apaleado en Barcelona, en la soledad de sus largas caminatas, encarcelado, interrogado, burlado, es cuando más siente la cercanía de Jesús.
De este modo, Ignacio era iniciado en el misterio de la voluntad de Dios: “En este tiempo le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole” (Autobiografía, 27).
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