Está llegando la hora. Hay que ponerse en camino. Desde que cumplió 12 años lo ha venido haciendo anualmente. Y cada año, mientras subía hacia la Ciudad Santa, su voz se unía a los cantos de los peregrinos: “Los que confían en el Señor son como el monte Sión: no vacila, está asentado para siempre. A Jerusalén la rodean las montañas, a su pueblo lo rodea el Señor” (Sal. 125, 1-2).
Así ha aprendido a vivir: seguro de que su Padre es guardián que nunca duerme, almena y escudo que defiende, roca firme en la que se puede apoyar, manos en cuya palma está escrito su nombre... Está llegando la hora.
Pero Jesús no es un peregrino. Jesús es el camino. Un camino en el que ya estamos incorporarnos.
No era nuestra elección. Era su iniciativa. No eran nuestras razones. Era su amor. No eran nuestras necesidades. Era su deseo. No eran nuestras carencias. Era su plenitud.
Jesús es el camino. Un camino que no elegimos, sino para el que somos elegidos. Y hoy somos nuevamente reclamados por aquel que es el Camino y la Puerta y la Luz y el Agua. Por el Señor, el Santo, el que viene de parte de Dios.
La pregunta no es si quieres. La pregunta no es si tienes razones suficientes para hacerlo o si realmente estás decidido. La pregunta es la que él nos hace. Una pregunta que te reclama para entrar con él en Jerusalén.
El que te reclama es el Cristo que entra en la ciudad, decidido, resuelto, determinado a amar hasta el extremo, hasta el final, entregando su cuerpo, derramando su sangre.
El que te reclama es el Cristo que entra en las casas de Caifás, los palacios de Herodes y los pretorios de Pilato.
Su pasión se sigue prologando en esa multitud ingente de ninguneados y humillados que están siendo reclamados por las casas de Caifás, los palacios de Herodes y los pretorios de Pilato de hoy. Lugares infernales donde el cinismo devora la dignidad y la risotada aniquila la esperanza.
Jesús entra en Jerusalén y va decidido a esos lugares infernales. Será como la caña apunto de quebrarse, como la mecha humeante apunto de apagarse. “Los que confían en el Señor son como el monte Sión: no vacila, está asentado para siempre. A Jerusalén la rodean las montañas, a su pueblo lo rodea el Señor”
Así ha aprendido a vivir: seguro de que su Padre es guardián que nunca duerme, almena y escudo que defiende, roca firme en la que se puede apoyar, manos en cuya palma está escrito su nombre... Está llegando la hora.
Pero Jesús no es un peregrino. Jesús es el camino. Un camino en el que ya estamos incorporarnos.
No era nuestra elección. Era su iniciativa. No eran nuestras razones. Era su amor. No eran nuestras necesidades. Era su deseo. No eran nuestras carencias. Era su plenitud.
Jesús es el camino. Un camino que no elegimos, sino para el que somos elegidos. Y hoy somos nuevamente reclamados por aquel que es el Camino y la Puerta y la Luz y el Agua. Por el Señor, el Santo, el que viene de parte de Dios.
La pregunta no es si quieres. La pregunta no es si tienes razones suficientes para hacerlo o si realmente estás decidido. La pregunta es la que él nos hace. Una pregunta que te reclama para entrar con él en Jerusalén.
El que te reclama es el Cristo que entra en la ciudad, decidido, resuelto, determinado a amar hasta el extremo, hasta el final, entregando su cuerpo, derramando su sangre.
El que te reclama es el Cristo que entra en las casas de Caifás, los palacios de Herodes y los pretorios de Pilato.
Su pasión se sigue prologando en esa multitud ingente de ninguneados y humillados que están siendo reclamados por las casas de Caifás, los palacios de Herodes y los pretorios de Pilato de hoy. Lugares infernales donde el cinismo devora la dignidad y la risotada aniquila la esperanza.
Jesús entra en Jerusalén y va decidido a esos lugares infernales. Será como la caña apunto de quebrarse, como la mecha humeante apunto de apagarse. “Los que confían en el Señor son como el monte Sión: no vacila, está asentado para siempre. A Jerusalén la rodean las montañas, a su pueblo lo rodea el Señor”
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