11 marzo 2009

El heraldo del Rey

Entre todos los que servían en el ejército del Rey, ninguno se señalaba tanto en el servicio de su Señor como aquel caballero que había sido capitán en los Tercios de Flandes. Desde el punto y hora en que decidió abandonar los vanos honores mundanos para militar bajo la bandera de su Rey, hizo de su vida «oblación de mayor estima y momento», y nadie podía aventajarle ya en generosidad y en valentía. Sobrellevaba la austera disciplina de la nueva milicia con grande ánimo y liberalidad, y siempre se mostraba esforzado y dispuesto a acudir a los servicios más duros y a los puestos más arriesgados.
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El Rey decidió nombrarle heraldo real y le confió el reclutamiento de nuevos soldados. El capitán que había ve­nido de Flandes se sintió muy orgulloso de aquel privilegio tan grande, del que no se sentía digno.
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Marchó por ciudades y aldeas, y en cada una de ellas pregonaba el mensaje de su Rey: «Es mi voluntad de con­quistar el mundo entero y vencer a todos los enemigos...» Cuando acababa la lectura, el heraldo seguía hablando y exhortando a cuantos quisieran escucharle a alistarse en el servicio de tan alta causa. No ofrecía una vida fácil ni ocultaba las asperezas que les aguardaban ni los trabajos y fatigas que habrían de soportar. Pero el Rey se lo merecía todo, y era tanto el ardor y convicción que ponía el heraldo en sus pa­labras que muchos jóvenes, nobles o villanos, lo dejaban todo e iban a ponerse bajo la bandera de aquel Rey tan magnánimo.
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El camino de regreso al campamento era largo y, al ano­checer del primer día de marcha, entraron a dormir en una posada. Algunos de los recién alistados bebieron más de la cuenta, y el heraldo los despidió encolerizado: no eran dignos de estar al servicio de su Señor. Durante el segundo día de camino, algunos manifestaron cansancio y se detuvieron a beber en una fuente. «Sólo los fuertes pueden servir a mi Rey», dijo el heraldo; y les ordenó que regresasen a sus casas. Durante la cena de aquella noche, otros se pusieron a discutir acerca de quién de ellos debía sentarse a la derecha de su nuevo jefe, y tampoco a éstos les permitió seguir en su com­pañía: no habían sabido dejar atrás la ambición de honores y dignidades.
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Pasaron la noche en las ruinas de una fortaleza abando­nada, y el heraldo determinó quiénes debían quedarse de guardia con él. A los que se dejaron vencer por el sueño los despidió a la mañana siguiente: al Rey había que serle fiel también en la vigilia.
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Cuando reemprendieron la marcha, quedaban ya muy po­cos, y el heraldo iba muy desconsolado. Les atacó una cua­drilla de bandidos, y los jóvenes que quedaban salieron hu­yendo; el heraldo, al verse solo, huyó también, abandonando el estandarte.
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Regresó al campamento malherido, derrotado y solo. Lle­no de confusión y vergüenza, refirió al Rey el fracaso de su misión y le suplicó que en adelante le tuviera por perverso caballero y le retirase su cargo de heraldo, ya que no había sabido encontrar jóvenes capaces de comprometerse digna­mente en el servicio de su Reino, y ni siquiera él mismo había tenido el valor de defender hasta la muerte su bandera.
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El Rey le escuchó en silencio y ordenó después que le curasen sus heridas y que, cuando estuviera restablecido, le dieran el oficio de centinela. En cuanto pudo tenerse en pie, el antiguo capitán venido de Flandes se incorporó a su nuevo servicio. Tanta era su ansia por reparar su anterior cobardía que no esperó siquiera a ver cicatrizadas del todo sus heridas.
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Durante las largas horas de vigilia de su primera noche de guardia, se lamentaba largamente de que el Rey no pudiera contar con un heraldo de conducta intachable ni con unos soldados de ánimo esforzado.
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En la tercera vigilia de la noche, oyó pasos a su lado. Ya iba a dar el alto cuando se dio cuenta, con asombro, de que era el Rey mismo quien se había acercado hasta su puesto de guardia. Hincó la rodilla en tierra, pero el Rey le puso las manos sobre sus hombros y le hizo levantarse. Luego, en la oscuridad de la noche, como un amigo que habla a su amigo, le confió su propia historia: también él, cuando había llamado por primera vez a los suyos, había creído que se trataba de esos compañeros que permanecen fieles en las tribulaciones, de los que no se duermen cuando los necesitas ni te abandonan cuando llega el peligro, de los que nunca reniegan de haberte conocido. Luego resultó que no eran así, pero él ya no podía evitar quererlos, ya no era capaz de volverse atrás de su palabra dada, ya no podía dejar de contar con ellos. Se había acostumbrado a quererlos así, tan frágiles, tan vacilantes, tan cobardes... Así que decidió seguir con­fiando en ellos y se arriesgó a dejar en sus manos la tarea de conquistar el mundo y extender su Reino. «y al final no me defraudaron», dijo con ternura mezclada de orgullo. «Pero hay que saber confiar, hay que saber esperar...»
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Las palabras del Rey iban cayendo mansamente, como el rocío de la noche, en el corazón del centinela. Antes de marcharse, el Rey le entregó un mensaje sellado: «Léelo cuando amanezca», le dijo.
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Al llegar la madrugada, el centinela desenrolló el per­gamino y, al leerlo, sintió que le temblaban las manos y se le humedecían los ojos: el Rey le reponía en su cargo de heraldo y le enviaba de nuevo a llamar a todos cuantos qui­sieran alistarse a su servicio. «Es mi voluntad de conquistar todo el mundo y vencer a todos los enemigos...»
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Eran las mismas palabras, pero el heraldo ya no era el mismo. Enrolló de nuevo el pergamino y esperó a que llegara el relevo de la guardia.
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Cuando se puso en camino, en el cielo se apagaban las últimas estrellas.
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