31 diciembre 2008

No les pertenecemos

Es la experiencia cotidiana de millones de personas. Una experiencia a la que se ven abocados, empujados irremediablemente. Es una experiencia sin escapatoria que deben afrontar y ante la cual las fuerzas y la esperanza flaquean.

Es la experiencia de ver como se les arrebata el futuro, las posibilidades, los recursos, lo elemental, la dignidad, la vida. Sometidos a un destino fatal, sin valedores que salgan en su defensa, simples actores de una historia que no eligieron pero que se ven obligados a representar. ¿Quién medito en su destino?, dirá el profeta Isaías en uno de sus textos.
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Lo sabemos. Su destino fatal es meditado perversamente en los centros de poder, por aquellos que siguen creyendo que es mejor que mueran unos pocos a que todo el sistema se venga abajo. Los de siempre vuelven a ganar. Los de siempre vuelven a perder.

Pero desde aquella mañana luminosa en que unas mujeres descubrieron la tumba vacía del Señor, supieron que la muerte que engendra nuestro egoísmo y nuestra avaricia ya no tiene la última palabra. Fue entonces cuando descubrieron gozosamente que la última palabra ya no se pronuncia en los Palacios de Herodes ni en las Casas de Caifás ni en los Pretorios de Pilato.

Fue entonces cuando descubrieron que, por fin, cayeron avergonzadas las miradas cínicas, cesaron las risotadas humillantes, se detuvieron las manos violentas, se frustraron los planes diabólicos, se arruinaron los mercados financieros, se hundieron los especuladores que juegan con la vida, la dignidad y el futuro de los hijos de Dios.

Desde aquella mañana reconocieron lo que Jesús ya les había dicho: que su Presencia resucitada sería, en medio de ellos, pan que fortalece y pone en pie, regalo desmedido y desproporcionado de la Vida que es Él mismo, comunión indestructible con su destino definitivo. Fue entonces cuando un grito de victoria invadió toda la tierra alcanzándonos a nosotros.

Ha llegado la hora en que el pecado, el egoísmo, la codicia, la avaricia ya no tiene poder sobre nosotros. Es cierto, seguimos experimentando su zarpazo, seguimos experimentando su tentación pero ya no tiene poder sobre nosotros.

No les pertenecemos. Te pertenecemos a Ti, Señor, y a tu Cuerpo entregado, a tu Sangre derramada para nuestra salvación. Tú mismo nos lo dijiste: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”

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