27 agosto 2008

Ignacio de Loyola, peregrino (1)

Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús y también su primer Superior General. Quizás esta imagen es la que más ha prevalecido de él a lo largo del tiempo. Sin embargo, él se veía a sí mismo como un peregrino. Así lo recordaba uno de los monjes de Montserrat que lo conoció durante su estancia en el Monasterio: "Aquel peregrino era un loco por Jesucristo". Sólo tienes que leer más...

"A los treinta años de edad, Ignacio cambia el rumbo de su vida: pasa de aspirar alcanzar la punta de la pirámide de la sociedad medieval -perteneciente a la nobleza vasca, vivió más de diez años en el palacio del contador mayor de Castilla, Juan Velázquez de Cuellar- a sumarse a la masa ingente de mendigos de su época.

Después de abandonar la casa de Loyola, el primer gesto de su conversión consiste en entregar sus vestiduras de gentilhombre a un pobre, en Montserrat. Es sólo el inicio de un largo camino de desprendimiento: el caballero que otrora pugnaba por conquistar el “centro”, se ha convertido en un peregrino que no sabe muy bien a dónde va. Su impulso primero es imitar el despojo radical de los santos. En su Autobiografía narra cómo cada vez que se encontraba en una situación que pudiera “ascenderle” se despojaba.

Al salir de Montserrat, camino de Jerusalén, retrasa su paso por Barcelona para no ser conocido por los que formaban parte del séquito del nuevo papa Adriano VI: “Al amanecer partió para no ser conocido, y no se fue por el camino que iba directo a Barcelona, donde habrían muchos que le conocerían y le honrarían, sino que se desvió a un pueblo que se llamaba Manresa” (Autobiografía, 18).

Y allí empezará una costumbre que durará veinte años, hasta que funde la Compañía en Roma: dormir en los hospitales de las poblaciones por las que pasaba. Los hospitales de aquella época no tenían que ver nada con los de ahora: consistían en grandes locales donde se daba cobijo a todo tipo de desheredados (mendigos, peregrinos, personas abandonadas, emigrantes del campo, maleantes,... hombres, mujeres, ancianos y niños, todos apiñados en el frío del invierno o en el calor pegajoso del verano).

Después de una estancia más larga de lo previsto en Manresa (nueve meses haciendo vida de ermitaño, durante los cuales no se cortó el cabello ni las uñas, buscando con ello el desprecio de los demás para vencer su presunción) decidió partir para Tierra Santa.

Tras su estancia en Manresa y al introducirse de nuevo en la red de las relaciones humanas, algunos descubren su origen social (por sus gestos, por su modo de hablar,...) y se ofrecen para protegerle, sin comprender que con ello le están imantando hacia arriba. Pero Ignacio no accede, sino que trata de anclarse como puede en la intemperie:

“Se fue a Barcelona para embarcarse. Y aunque le ofrecían compañía, él quiso ir solo, porque quería tener únicamente a Dios como refugio. Y en una ocasión le insistieron tanto en que fuera acompañado para que le ayudaran, ya que no sabía italiano ni latín, que él les respondió que no aceptaría ningún compañero, aunque fuese el hijo o el hermano del mismo duque de Cardona; porque él deseaba tener tres virtudes: amor, fe y esperanza; y que si iba acompañado, cuando tuviese hambre, o cuando se cayese, confiaría en esta compañía, mientras que él quería tener toda su confianza, esperanza y afición sólo en Dios... Y con estos pensamientos tenía deseos de embarcarse, no solamente solo, sino sin ninguna provisión” (Autobiografía, 35).

Sus amigos respetan su decisión, sin acabar de comprender. Pero surgen nuevas dificultades: el capitán de la nave no le deja embarcar si no lleva su propio aprovisionamiento. De tal forma, que se vio obligado a mendigar para conseguirlo:

“Al fin consiguió la ración y se embarcó; mas viendo que le quedaban cinco o seis monedas de las que le habían dado pidiendo en las puertas (porque de esta manera solía vivir), las dejó en unas gradas junto a la playa” (Ib., 36). [Más adelante, en Venecia] “se mantenía mendigando, y dormía en la plaza de San Marcos. Nunca quiso ir a la casa del embajador del emperador, ni hacía diligencia especial para buscar con que pudiese pasar” (Ib., 42).

Es especialmente significativo lo que le sucedió a la vuelta de Jerusalén, cuando pensaba que quizá debía ponerse a estudiar:
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“Estando un día rezando en la catedral de Ferrara, un pobre le pidió limosna, y el le dio un marquete, que es moneda de 5 ó 6 cuartines. Y después de aquél vino otro, y le dio otra monedilla que tenía, algo mayor. Y al tercero, no teniendo sino julios, le dio un julio. Y como los pobres veían que daba limosna, no hacían más que venir y venir, hasta que se le acabó todo lo que tenía. Al fin acudieron muchos pobres juntos a pedir limosna, pero él respondió que le perdonasen, que no tenía nada más” (Ib., 50).

La red de sus relaciones sociales le proporciona unas facilidades que no tienen los demás mendigos. El perdón que pide a sus compañeros de intemperie, ¿es por estar entre ellos sin ser del todo como uno de ellos, o es por no poderles favorecer más, habiendo aceptado que no es uno de ellos?
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mañana continuará...

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