El 6 de agosto de 1945, siendo Maestro de Novicios en Nagatsuka, cerca de Hiroshima, a las ocho de la mañana, Arrupe es testigo de la explosión de la bomba atómica: "Visión dantesca la que se presentó a nuestros ojos. Es imposible imaginársela y mucho más describirla. Muertos y heridos en confusión terrible sin que se tendiese sobre ellos la compasión salvadora de un samaritano. Ninguno de los que vivimos aquellos momentos podremos olvidarlos jamás. Gritos desgarradores, que cruzaban el aire como los ecos de un inmenso aullido. Porque aquellas gargantas, destrozadas por el esfuerzo de muchas horas pidiendo auxilio, emitían unos sonidos roncos que nada tenían de humano. Y, clavándose en el alma, mucho más honda que cualquier otra pena, la que se experimentaba al ver a los niños deshechos, agonizantes, abandonados y sintiendo sobre sí todo el peso de su propia impotencia. [Pedro Arrupe: Este Japón increíble, p. 19]
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